Tanto en tiempo de primavera como de otoño, y según el lugar de la tierra que habitemos, es siempre una interesante opción practicar el arte japonés Ikebana.
Este consiste, sencillamente, en colocar las plantas en recipientes con agua
y conservarlas así, adornando nuestros espacios, el tiempo que duren. Todos creamos ramos a menudo, los hacemos con las plantas de nuestro jardín, las que compramos
o nos regalan y sabemos lo bonitos que son esos ornamentos y la belleza que
crean allí donde los coloquemos. Pero Ikebana es algo diferente, pues es un
arte ritual de meditación, esto es, una disciplina de la filosofía Zen-budista.
Básicamente el arte floral Ikebana consiste en penetrar en
la esencia de cada planta, de cada rama y dejar que sean ellas mismas, con nuestra
ayuda al interpretarlas, las que elijan su propio lugar dentro de la composición y
que finalmente contribuyan, cada una de ellas, a la forma final que tenga el ornamento, es decir el
arreglo floral.
Ikebana es, por tanto, un ejercicio tradicional que el Zen utiliza para
armonizarnos con la naturaleza que cada planta posee. Esto conlleva un total respeto por sus fases de desarrollo y culminación floral, lo cual es análogo
al propio proceso de la manifestación, pues "nada hay que exprese mejor el
despliegue de la vida universal que una planta en su pleno desarrollo".
Ikebana es una disciplina cosmogónica que sitúa a quien la
practica de intermediario entre el Cielo y la Tierra, en cuanto creador del
ramo, y en condiciones de poder penetrar en los secretos de la estructura
universal al participar, como mediador, esto es como colaborador, en una obra de arte que
excede su individualidad. Esto es así porque la composición floral
Ikebana es la participación que uno hace en la obra de la Naturaleza, que es un arte que trasciende al artista y que este nunca podría superar, ni en belleza ni en majestad.
El arte Ikebana, en tanto que actividad ritual, proporciona
los elementos adecuados para conjugar un sinfín de relaciones simbólicas que
finalmente se concretizan o resuelven en el arreglo floral. Este ejercicio artístico es un
vehículo sagrado, como lo es el tiro con arco o la consulta del I Ching, por ejemplo. Vehículos todos ellos a través
de los que el ser humano establece una serie de analogías y correspondencias
simbólicas que le permiten descubrir el juego de relaciones que conforman la
estructura de las cosas concretas y sutiles.
Las imágenes simbólicas que sugiere esta práctica tienen que
ver con penetrar en la esencia de cada flor. Todas diferentes y formando parte
de un todo. Asimismo cada rama contiene el árbol completo, así como la semilla, la tierra que la arropó, el viento que la modeló, el sol que la
vivificó, la luna que le dio su energía, la lluvia que la alimentó... Cualquier rama o flor es fruto de la interrelación de la vida, del Ser. El Universo entero está
contenido en cada floración. Esa es la magia de la realidad, pues permanece
"invisible" y eternamente expresándose.
Entre las múltiples posibilidades de forma que puede tomar la composición floral el arte Ikebana realiza solo una o, mejor dicho, es una sola forma la que se repite en todas las composiciones, ya que el arreglo floral Ikebana imita un modelo arquetípico y observable en las leyes naturales, y por lo tanto también en el interior de cada ser humano.
"El Cielo
es su padre, la Tierra su madre", dice la Tabla de Esmeralda hermética. En
el Ikebana todo arreglo floral, tiene tres niveles de altura. Una rama más alta
simbolizando el cielo, una baja, símbolo de la tierra y una intermedia que
simboliza al hombre, único ser de la tierra capaz de conjugar ambas energías, por tanto es la síntesis (el hijo) entre estos dos principios que se
complementan en él mismo. Reproducir manualmente esta tríada, a través de
cualquier modalidad de arte o artesanía es verdaderamente un rito de
participación, por comprensión, en el gran rito que es origen de la Creación.
De esta comprensión nace el arte de "difundir la luz y reunir lo disperso", cosa que en el Ikebana posee los límites simbólicos que establece el propio ornamento floral, al que se toma como modelo del Cosmos. El papel del hombre, integrado en el ornamento, es el de intérprete de los signos que emiten las plantas, tales como su inclinación espacial, su tamaño, su color, su textura, su perfume. Todas son señales simbólicas que transmiten unas sensaciones determinadas que influyen y fluyen en la propia naturaleza del creador del arreglo floral.
Este, colocado o en ese lugar intermedio, se hace consciente de su propia posición y su integración total en la Gran Obra de la creación, donde todos los seres, lo mismo que las ramas, están incluidos y ocupan el lugar y sitio que les corresponde. Es decir, que tienen su espacio propio.
En el arte floral
Ikebana a ninguna de las ramas se la rechaza por fea. Siempre
se la puede incluir. Es cuestión de aprender a ver qué lugar ocupan en el
conjunto: esa es, según la filosofía Zen, la clave del Ikebana, y esa es
también la forma de encontrar el propio espacio en la Unidad del Ser Universal. Mª
Ángeles Díaz
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