Patio cordobés, engalanado para acoger la "Cruz de Mayo"
Son muchos los pueblos de la tierra que de forma unánime han celebrado la llegada de la Primavera, que es como decir el renacer de la vida y el triunfo de la luz que ya comienza a emerger tras el solsticio de Invierno.
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Es lógico que todos esos pueblos coincidan en ver en este despertar de la naturaleza la culminación de un ciclo, análogo al desarrollo mismo de la manifestación, y por ello dejen marcado en la rueda de su calendario y en su ordenamiento del tiempo, un espacio significativo, una fiesta, que distinga ese acontecimiento periódico y jubiloso. Un espacio en el que las flores, revestidas de su tenue y a la vez esplendorosa belleza, son el elemento principal capaz de aflorar, seguramente por asimilación empática, la alegría en los corazones de quienes admiran la perfección de sus formas, se deleitan con sus fragancias de múltiples matices o se embelesan con las tonalidades de sus colores. Flores que en definitiva se toman como una expresión de la belleza, que como el maestro Platón advirtió es un reflejo de lo verdadero.
Uno de los balcones
Por ello, desde el punto de vista de la literatura tradicional, los jardines siempre evocaron el paraíso de los poetas, el jardín del Edén, la casa del Bienamado de la que, en realidad, aunque se viaje, se vaya y se venga, uno nunca se ausenta.
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En España son distintas las ciudades que celebran con romerías y procesiones la Fiestas de la Primavera y todas ellas están enraizadas en Roma. Recuerdo las de Murcia (uno de los nombres de Venus), en las que durante un cortejo de carrozas adornadas de flores y guirnaldas es portado el caduceo de Mercurio entre otros elementos paganos. También he tenido ocasión de estar presente en “la festa de les flors”, en Gerona, Cataluña, aunque son célebres en muchas otras regiones de España y de Europa.
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Pero sin duda es en Andalucía, la región al sur de la Península Ibérica, distinguida por el Imperio Romano como La Bética (las otras partes de la división peninsular fueron la Tarraconense y la Lusitania), donde la explosión de las flores luce más vistosa, especialmente por los patios de las viviendas y los balcones de las casas, que cada año compiten en hermosura y que han llegado a constituirse en patrimonio cultural y de atracción de visitantes. Es durante los primeros días de Mayo cuando los patios a través de sus verjas aparecen revestidos de color reclamando la atención del paseante que contempla y participa de la sensación que provocan en el ánimo esas efímeras, pero contundentes, bellezas naturales. Uno, cuando las contempla, como cuando mira el cielo en una noche estrellada, de un modo u otro se pregunta ¡…diantres! ¿Quién las creó?
Una de las muchas cruces tapizadas con flores que pueden verse estos días en muchos pueblos del sur de España. la de la foto está hecha con claveles rojos y blancos la flor más representativa de Andalucía.
Es en Andalucía y en ciertos lugares de Hispanoamérica donde convive, entremezclada con las Fiestas de la Primavera, la Cruz de Mayo, una tradición cristiana que data del año 300 d.C., la cual muestra un periodo de unión entre el pensamiento pagano de la antigua Roma y el Cristianismo, escogido en ese momento por la Providencia para renovar el mundo imaginado.
La Cruz de Mayo es una tradición que consiste en adornar majestuosamente una cruz o realizar con las más hermosas flores, principalmente claveles y rosas, una cruz y depositarla en el medio de un jardín, en una plaza pública o en la puerta de las iglesias, donde todos puedan verla. Se trata de una tradición que conmemora la hazaña de una mujer, Flavia Iulia Helena, madre de Constantino, el emperador a quien se debe el decreto de tolerancia religiosa en un momento en el que los cristianos estaban siendo perseguidos.
El emperador Constantino y la emperatriz Helena, su madre. Cuentan que Helena, aunque era ya anciana, realizó la primera expedición arqueológica a Jerusalén en pos de rescatar la Vera Cruz, esto es, la verdadera Cruz donde fue crucificado Jesús, para dar testimonio de la presencia en la tierra de aquél del que hablaban los cristianos y cuyas palabras resonaron en el corazón de esta mujer y su hijo, Constantino, el primer emperador romano convertido al cristianismo.
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Por el relato de los historiadores que siguieron sus satisfactorias pesquisas, sabemos que una vez obtuvo la información precisa, de parte de los judíos de Jerusalén, acerca del lugar exacto donde estaba enterrado el sagrado madero, mandó excavar el lugar, “supervisando ella misma los trabajos” que dieron finalmente con el hallazgo de la reliquia.
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Mandó la Emperatriz hacer de la Cruz tres partes. Una fue trasladada a Constantinopla, otra quedó en Jerusalén y la tercera la llevó a Roma para ser conservada y venera en la iglesia “de la Santa Cruz de Jerusalén”, donde la emperatriz es recordada como Santa Elena.
Núria
Moneda con la imagen de la emperatriz Helena, dama que encontró la Vera Cruz