Desde que la humanidad entró en el siglo XXI (“inaugurado”
con la destrucción de las torres gemelas de Nueva York), los acontecimientos se
han ido desarrollando de manera vertiginosa. Las crisis sociales y económicas
se han encadenando sin solución de continuidad. No hay tregua. Estamos
instalados en una crisis permanente, y la aparición del llamado “coronavirus”
es un elemento más que contribuye a esa aceleración. Los virus comienzan a
infectar a los humanos cuando estos se sedentarizan, pero sobre todo cuando
empiezan a crear importantes núcleos de población que facilitan su propagación,
más o menos lenta dependiendo de las características y tipología del virus. O
sea que esa propagación está directamente relacionada con la cantidad de
personas que conviven en un mismo espacio.
Antes eran ciudades o aldeas, aisladas entre sí y con poco
contacto entre sus habitantes, que además eran muy pocos en número, no como
ahora, que somos ya 7000 millones en todo el planeta, y aumentando
exponencialmente. Estamos no ya en la “aldea global” -expresión que cuando fue
acuñada en los años sesenta del pasado siglo aún tenía algo de bucólico y
campestre – sino en la “megalópolis global”, mecanizada y tecnificada hasta en
sus últimos detalles, robándonos cada vez más espacio vital y mental. La velocidad de nuestro tiempo constriñe el
espacio, a todos los niveles: el espacio “exterior” y el espacio “interior”. De
ahí la necesidad imperiosa, para los que están en una vía de Conocimiento pero
que al mismo tiempo viven en este mundo, de desconectar de tanto en tanto del
“reino de la cantidad” para preservar ese espacio interior, cualitativo,
gracias al cual se reconocen a sí mismos formando parte de una Tradición
Unánime, y por tanto Universal. Continuar:
https://franciscoariza.blogspot.com/2020/03/el-virus-global-como-sintoma-del-fin-de.html
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