martes, 15 de febrero de 2011

La Casa del Brazalete de Oro



Máscara teatral de la "Casa del Brazalete de Oro". Pompeya

El 24 de Agosto del año 79 d.C. el Vesubio entró violentamente en erupción sepultando, bajo una inmensa capa de ceniza volcánica, la ciudad de Pompeya y sus alrededores en la bahía de Nápoles. Ese día sus habitantes, que se vieron atrapados de improviso en el horror, desaparecieron de la faz de la tierra.

Plinio, que en ese entonces tenía 18 años y vivía en Miseno, una de las puntas del golfo napolitano a 30 km de la boca del volcán, vio, desde el promontorio en el que se eleva su población, lo que sucedía. Este explica que su tío, Plinio el Viejo, que ejercía labores de gobierno, se acercó con sus galeras a observar el portento que estaba ocurriendo en el monte y a prestar ayuda a los que, alejándose de las laderas, se acercaban a la playa. Sin embargo éste pronto pereció a causa de la inhalación de los gases incandescentes que el volcán emitía quedando su cuerpo como dormido.

El joven Plinio lo relata todo en un par de cartas que le escribe a Tácito, desde el momento en que su madre dio la voz de alarma a su tio Plinio:

El noveno día antes de las kalendas de septiembre (24 de agosto), casi a hora séptima, mi madre le indicó la aparición de una nube de inusitada grandeza y forma.
Luego añade que, en verdad nadie sabía qué era aquello ni de donde venía: 

Los que la miraban desde lejos no sabían desde que montaña salía, pero después se supo que se trataba del Vesubio. La nube tenía un aspecto y una forma que recordaba a un pino, más que a ningún otro árbol, porque se elevaba como si se tratara de un tronco muy largo y se diversificaba en ramas (…) y tan pronto era blanca como sucia y manchada, según llevara tierra o ceniza. (…) una negra y horrible nube, rasgada por torcidas y vibrantes sacudidas de fuego, se abría en largas grietas de fuego, que semejaban relámpagos, pero eran mayores.

Y así refiere cómo la nube llegó hasta Miseno:


No tardó mucho tiempo en descender aquella nube hasta la tierra y cubrir el mar; ya había rodeado y escondido a Capri, y corriéndose hacia el Miseno lo ocultaba. Entonces mi madre me pedía, me rogaba y me mandaba que huyese como pudiera, porque siendo yo joven bien lo podría hacer, y ella apesadumbrada por los años y el cuerpo, moriría tranquila al no ser la causa de mi muerte. Yo, por mi parte, no me quería poner a salvo si no era justamente con ella; y así la tomé de la mano y la obligué a ir de prisa, lo que hizo acusándose a sí misma de constituir un estorbo para mí. Ya caía ceniza, aunque poca, pero al volver el rostro vi que se aproximaba una espesa niebla por detrás de nosotros que, como un torrente, se extendía por tierra. Apartémonos -dije- mientras veamos, a fin de que la multitud no nos atropelle en la calle empedrada cuando vengan las tinieblas. Apenas había dicho esto cuando anocheció, no como en las noches sin luna o nubladas sino con una oscuridad igual a la que se produce en un sitio cerrado en el que no hay luces. Allí hubieras oído chillidos de mujeres, gritos de niños, vocerío de hombres: todos buscaban a voces a sus padres, a sus hijos, a sus esposos, los cuales también a gritos respondían.

Y a renglón seguido comenta:

Muchos eran los que elevaban las manos hacia los dioses, y otros se habían convencido de que los dioses no existen, creían que era la última noche del mundo.

En los detalles de su huída añade que él mismo asimiló que había llegado el fin del mundo:

De cuando en cuando nos levantábamos para sacudirnos las cenizas, de lo contrario nos hubiera cubierto y ahogado con su peso. Me podría envanecer de no haberme lamentado y no haber proferido ningún grito fuerte en medio de tantos peligros, pero me consolaba, en mi mortalidad, la idea de que todos y todo acababa conmigo.

Por suerte las últimas líneas de su misiva son para anunciar el panorama que observó tras la hecatombe:

Aquel vaho caliginoso, no obstante, se desvaneció en humo y niebla, y pronto amaneció de veras y hasta lució el sol, aunque algo sombrío, como cuando se produce un eclipse. Ante nuestros ojos parpadeantes todo parecía distinto y cubierto de espesa ceniza, como si fuera nieve.

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Nada más se supo nunca de Pompeya hasta que en el siglo XVIII, y de modo fortuito mientras se ejecutaban unas obras, comenzaron por primera vez a emerger las ruinas de esa ciudad sepultada 17 siglos antes. La sorpresa fue impactante, pues pronto se comprobó que había muchas cosas intactas e incluso los cuerpos aparecían esculpidos por las cenizas que los cubrieron. Cuerpos cuyo conmovedor vaciado es el molde de la forma que tuvieron. Todo preservado del tiempo por las mismas cenizas que causaron su destrucción. Gran paradoja. El caso es que eso nos ha permitido algo tan insólito como es ver la magnificencia de sus edificios y calzadas, el organigrama perfecto de una ciudad comercial y avanzada que marcó el momento más álgido en la belleza de las villas romanas, domus, y admirar los frescos que las decoraron, que aparte de hablarnos de un gusto refinado, son el resultado de una mentalidad arquetípica.

Las pinturas que se muestran en vídeo pertenecen a una de esas viviendas sepultadas, y se la conoce como "La Casa del Brazalete de Oro", porque en ella apareció, junto a un cuerpo de mujer, una preciosa pulsera de oro con dos serpientes cuyas cabezas muerden, cada una de un lado, un medallón donde se representa en relieve a Diana, la diosa de la Luna, coronada por siete estrellas, número asociado a Apolo, el Sol. Los Gemelos divinos.

Los frescos de esta casa reproducen un jardín delicioso donde, entre los madroños, las adelfas, el laurel y las palmeras, se dejan ver vistosos pájaros de colores, blancas palomas torcaces y también algún ser fantástico. Debe comprenderse que no se trata sólo de imágenes naturalistas, sino simbólicas. Allí están representados la diosa Fortuna portando su cuerno de la abundancia, Dionisio junto a Ariadna, y unas máscaras teatrales de Talía y Melpómene, la comedia y la tragedia, los dos aspectos más diferenciados en la vida de los hombres y siempre presentes en todo y por ello mismo sacralizados por las sociedades tradicionales como ejemplo de las energías opuestas que hay que ser capaz de conciliar. Precisamente, respecto al Teatro Sagrado, Federico González publicaba, en el Blog de la Colegiata Marsilio Ficino, lo siguiente:

El Teatro es una de las artes tradicionales de realizar un trabajo de transmutación interna; por eso es sagrado en muchas civilizaciones y culturas, entre ellas la griega que lo ponía bajo el patrocinio de Talía y Melpómene, la comedia y la tragedia, las dos carátulas de la escena griega.

No falta en la decoración de esta preciosa residencia la fuente ni Venus, la diosa que la representa. Símbolos que expresan que tras la conciliación de esas dos energías opuestas se encuentra la estancia sagrada, aquel estado del alma, a imagen del Jardín del Edén o el Paraíso Terrenal; nuestro Shambalá, Agartha, Isla Verde, Blanca, Ciudad Celeste, Andros o Delos, por citar unos cuantos nombres del imaginario mítico de los pueblos del Egeo y su radio de influencia.  Aunque igualmente podría tener cualquiera de los nombres que según una u otra tradición reciba la Utopía humana. Núria.



 
  
Fuente, fresco en la  "Casa del Brazalete de Oro".